Lauro, junio del año 44 a.C.
La luz del alba empezaba a enrojecer el cielo, y la
brisa, que había soplado suavemente toda la noche, arreció convirtiéndose en un
verdadero vendaval.
Sexto, se giró al percibir un movimiento. Era Tito,
que estaba despertando.
-¡Flavia,
Flavia! ¡Tito está despertando! –gritó enseguida, llamando a la chica.
En un instante, mientras se acercó al herido, llegó
la muchacha.
-¡Tito,
despierta, soy Sexto! ¿Me reconoces? Habla.
Se hizo un silencio mientras esperaron la
reacción de Tito, que abrió sus ojos verdes llenándolos de expresividad al
reconocer los rostros.
-¡Flavia,
hija! ¡Sexto! ¡Por los dioses! ¿Dónde estoy? –dijo con dificultad.
-¡No,
tío! No te esfuerces. Estas malherido, en casa. –le respondió la chica.
Parecía que el profundo sueño lo había reparado
bastante, y su lucidez animaba a pensar en una pronta recuperación, pero su
pierna estaba terriblemente gangrenada.
Flavia era hija de Quinto Flavio, hermano de Tito.
Ambos, hijos de Marco Flavio, opositor a Pompeyo el Grande y uno de los más
notables lugartenientes de la primera época de Quinto Sertorio, en la que
hallaría la muerte durante la Guerra Social. Ella, viendo la recuperación de su
tío bajó a prepararle la cura de hierbas y algo de alimento. Mientras, Sexto
quedó para interrogarle.
-¡Mi
bolsa! ¡Coged mi bolsa, y poned en marcha mis órdenes, no hay tiempo que
perder! –dijo el herido a Sexto.
-Descuida,
está todo en poder de Vibio. –le contestó Sexto.
-Tito,
necesitamos saber qué planes tiene Octaviano.
-Octaviano
confía en que su posición de heredero de Julio César lo sitúa por delante de
sus rivales. Ni Marco Antonio ni Lépido tienen suficiente fuerza para oponerse.
Claro que, siempre que no se alíen. Pero es muy poco probable conociendo sus
propias ambiciones. A pesar de todo, Octaviano fue informado de una supuesta
traición mía contra sus intereses, y de mi implicación en la muerte de Julio
César. De ahí que me ordenase acudir a audiencia en Roma, y de ahí el máximo
incógnito de mi viaje.
-A pasado
tanto tiempo, Tito. Creímos lo peor. Desde que saliste hacia Roma, llegas con
un retraso de varias calendas. ¡No debiste ocultarnos la magnitud del objeto de
tu viaje! ¡Yo debería haberte acompañado! ¿Qué pasó? –le preguntó Sexto.
-Era
imprescindible camuflar mi viaje, y cuanto más, mejor. Octaviano aún lo
desconoce, pero hay una conspiración maquinada por un viejo conocido, Manius
Milo. Todo gira en torno a ese canalla, y en torno a mi pasado popular, a favor
de Julio César, y en contra Pompeyo y de los optimates –se detuvo fatigado y
tosió- Octaviano no ha llegado a dudar de mí. En los últimos años ha habido una
sombra oculta sobre Roma, proyectada por Milo. Su mente maquinó el apoyo del
Senado a Pompeyo, provocando la guerra civil. Maquinó el asesinato de Julio
César y creó todo tipo de intrigas –volvió a toser y se dolió del pecho-. Esta
promoviendo una alianza secreta entre Sexto Pompeyo y Lépido, con parte del
Senado, para borrar todo signo de los populares. Pretenden una República de
optimates sin resistencia. Por su parte, Octaviano tiene planes de conseguir el
título de Augusto, aboliendo la República definitivamente y haciéndose
emperador divino. Para ello, necesita contener las pretensiones de Lépido y
Antonio. Pero mientras la sombra de Milo planee sobre nuestras cabezas, no
existe plan seguro. ¡Buscar en mi bolsa, y poned en marcha mi plan!
-¡Manius
Milo! ¡Infame bastardo! Descuida Tito, Vibio se encarga de ello. Dime, ¿quién
os atacó en vuestro regreso hacia Tarraco? –le preguntó Sexto.
-Mi salida
hacia Roma tuvo que ser sigilosa y secreta. Octaviano sabe de la presencia de
espías de Marco Antonio y Lépido en todas las esquinas, incluso espías de Sexto
Pompeyo. Era primordial que nadie, ni siquiera vosotros, conocierais tampoco el
itinerario de mi regreso.
El viaje de ida, en barco, ya fue muy
arriesgado. Sexto Pompeyo tiene patrullas de mercenarios piratas desde las
Balearicas hasta Corsica. Afortunadamente salimos airosos. Finalmente, conseguimos
llegar a Roma de una pieza. –Casi no pudo terminar el relato. Le fallaba la voz
y le faltaba aire.
Flavia entró en la habitación con una sopa y un vaso de agua, y viendo
que el herido se fatigaba al hablar, intervino.
-Descansa
tío. Después de comer algo ya seguiréis vuestro relato.
La muchacha se colocó junto a Tito, de pie a la altura de la cabecera
del camastro, y comenzó a darle ella misma la comida.
Después de haber tomado alimento, volvió a desmayarse al no poder
soportar el terrible dolor de su destrozada rodilla.
-Es
preciso que amputemos su pierna, Flavia. Si no lo mata esa gangrena, morirá de
dolor. Hay que hacerlo ya, aunque sea una posibilidad entre mil que lo
logremos. –dijo Sexto a la muchacha, que contuvo la respiración sin decir nada.
Nada había que decir. Era impepinable, y se limitó a asentir con la cabeza.
Sexto se daba ánimos.
-Lo he
visto cientos de veces. Lo he visto miles de veces ¿Tienes un serrucho, Flavia?
-Si, junto
a los aperos de labranza. Traeré también vendajes y agua. -contestó Flavia, al
mismo tiempo que salía de la habitación.
En pocos minutos, aprovechando el desmayo de Tito, llevaron a cabo la
operación. Fue un rato terrible. Sexto estaba acostumbrado a ver todo tipo de
carnicerías, pero la chica no. Aún así estuvo entera y firme todo el tiempo que
duró.
Le cortaron la pierna a unos cuatro dedos por encima de la rodilla.
Sexto se llevó aquel macabro objeto, porque ya no era otra cosa, a enterrarlo
mientras Flavia se quedó vendando y limpiando a su tío.
Después de la operación, Flavia tenía que atender tareas de la casa, y
Sexto volvió a quedarse haciendo guardia y recordando su pasado en Telo Martius.
Telo Martius, febrero del año
56 a.C.
Una vez habían maquinado sus planes Manius Milo y Aurelio Meno, se
ordenó formar a todo el personal en el patio para ver la ejecución del reo.
El ambiente era muy desagradable, en el poste plantado en medio del
patíbulo se hallaba atado el desdichado legionario sobre el que se iba a
reflejar la crudeza de la mente sin escrúpulos de Milo. Se llamaba Poncio
Jacinto Verus, era plebeyo, romano, y su mayor ambición era hacer carrera
militar porque la herrería de su padre la había heredado su hermano mayor. No
tenía más de veinte años.
El muchacho estaba semiinconsciente, su clavícula destrozada le hacía
mantener el brazo replegado sobre el cuerpo, y su ánimo le hacía tener su
mirada hacia el suelo, perdida entre las comisuras de los tablones de madera.
Ni lloraba, ni se lamentaba, su abatimiento era tal que no le dejaba emitir
sonido alguno. Ni siquiera era consciente de su pena de muerte.
Manius Milo se colocó enfrente de toda la formación, quedando el
patíbulo delante suyo, a su costado derecho. Entonces comenzó su discurso, con
un tono grave y un volumen muy alto.
-“Hoy es
el día en el que nuestro honor, nuestro orgullo, y nuestro deber se manifiestan
inequívocamente a favor de Roma. La lealtad que jurasteis todos se sobrepone a
la traición de éste criminal. Ante vosotros tenéis el gusano de la manzana. Su
traición estaba pudriendo el honor y la gloria de nuestras filas, conspirando
en silencio y entre nosotros. En este documento tenemos la confesión de Poncio
Jacinto Verus, en la que conspira junto a Aurelio Sexto Albus para el asesinato
del Prefecto Lucilio Cinnianus. Los dioses han sido más benevolentes con Albus
al no permitirle vivir hasta el día de hoy. En cambio, para escarmiento
público, es nuestro deber aplastar al gusano para salvar el resto de manzanas.
Poncio Verus, te condeno a ser azotado hasta la muerte por los delitos de sedición
y asesinato. Daremos parte de tu traición, y para mayor escarmiento
propondremos que en plaza pública sean azotados con no menos de veinte
latigazos cada uno de los miembros de tu familia, y los de la familia de
Aurelio Albus. Así todo el mundo se entere de vuestra vergüenza y sirva de
advertencia para aquellos infelices cómplices o imitadores.”
Un terrible escalofrío corrió por la espalda de todos. Excepto por
Milo y Meno, claro. Ellos habían dado el primer paso de un acuerdo privado que,
pretendían, los impulsase en sus ambiciones. Ahora había que dar un segundo
paso, más delicado, había que informar al César de lo ocurrido y de cómo se
había resuelto, pero más aún, había que ganarse al César de manera inequívoca y
logrando resultados suculentos.
Milo dio la orden de comenzar el castigo, y dos legionarios desnudaron
al reo y lo irguieron, dejando así toda su espalda al descubierto. Uno de los
milites cogió la vara de sarmiento y comenzó a azotarlo en tandas de diez
varazos. El otro, acabada cada tanda hacía comprobación en el aliento y los
latidos para asegurarse si ya había muerto, o no. Tras cada comprobación le
indicaba a su compañero que siguiese, haciendo un gesto rotatorio, terrible,
con el dedo índice de su mano.
Verus necesitó sólo treinta azotes gracias a que su mente hacía ya
mucho rato que lo había abandonado, y como favor de los dioses, no se enteró de
ninguno de los varazos, aunque su espalda sangraba abundantemente. Había
sucedido alguna vez que, con aquella misma vara, se habían inflingido castigos
de treinta, cuarenta o cincuenta azotes, sin ser condenas a muerte, e incluso
varios de los que la habían probado estaban allí formados, viendo el
espectáculo, llorando y recordando perfectamente el terrible dolor del
sarmiento azote tras azote, desde el primero. Terrible.
En el cuartel de Telo Martius había, como en cualquier sitio, hombres
buenos y malos, pero la cuestión de quién es el bueno o el malo es algo
totalmente trascendental.
Allí, el peor era Manius Milo. Si hubiese sido un legionario, sus
compañeros, antes o después, hubiesen hecho buena cuenta de él, pero el
Prefecto en funciones tenía más poder que un dios.
Milo era un ser despreciable, era un excelente militar que conocía
todos los secretos militares, pero su personalidad desprendía emociones a
distancia. Su presencia provocaba mucho miedo en los legionarios. Todos
conocían su sadismo y el placer que sentía haciendo daño. Ese motivo era por el
que todos sabían que el muchacho
ejecutado era totalmente inocente.
Ese carácter obedecía a un gran complejo de inferioridad, que lo
absorbía encerrándolo en lo más profundo de su mente. Desde ese abismo podía
elucubrar las más malvadas ideas y los más retorcidos planes. Todo sin ningún
atisbo de arrepentimiento, ni conciencia.
En el trato con sus superiores se solía mostrar su complejo,
haciéndole mirar al suelo, o irritando con sus respuestas.
Era un manipulador nato, y no dudaría nunca en mentir ni moldear la
realidad para conseguir el provecho de
cualquier situación o persona. Sus planes iban a ser grandes, y sus
consecuencias, tremendas.
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