Roma, marzo del año 56 a.C.
Acompañado por la patrulla, el jovencísimo Vibio Baro llegó a la villa
de Fausto Cornelio Sila.
Su guardia personal acudió a la entrada principal alertados por la
presencia de la patrulla. Fueron informados de la situación, y se avisó
inmediatamente al tribuno Sila.
En unos instantes llegó, acompañado por una docena de sirvientes.
Ofreció agua fresca a la patrulla, y ésta lo agradeció enormemente.
Una vez acabado el refrigerio, el centurión se despidió de Baro:
-Recuerda
muchacho, vendré a buscarte para enseñarte como bebe un hispano.
-¡Vuestra
inquieta lengua parece más de una vieja que de un soldado! ¡Hasta la vista! –le
contestó Baro.
Ambos volvieron a reírse, de nuevo sin compañía de
nadie. La patrulla se marchó inmediatamente.
Vibio estaba muy impresionado por el enorme alarde
de poder y riqueza mostrado en el entorno de Sila. Por su parte, Fausto Sila
estaba de pie, esperando que el muchacho se presentase, bajo un arco en la
entrada de su lujosa villa urbana. Era un lugar bellísimo, con gran arboleda de
pinos, abetos, robles, palmeras, bellísimas fuentes de piedra, y toda clase de
comodidades y lujo. Por fuera, y por dentro.
Vibio se presentó:
-Sila,
soy Vibio Baro, mi padre os envía un afectuoso saludo y recuerdo.
-¡Pasa,
pasa! Considérate en tu casa. Me alegra recibir noticias de tu padre. ¿Qué
asuntos te traen a Roma? –le preguntó Sila.
-Después
de la próxima calenda me incorporo a filas en Telo Martius, y confiamos que me
aceptéis bajo vuestra protección aquí en Roma, y si fuera necesario, me ayudéis
con vuestra influencia. Mi padre confía en que pueda labrarme mejor destino
desde Roma que desde casa, en la Narbonensis. Es de dominio público la
agitación que hay por todo el imperio por causa del reparto de poder entre
cónsules y Senado. Con vuestra tutela, quiero intentar conseguir amistades que
me ayuden en un futuro político después de servir en el ejército.
- Será un
honor que te quedes en mi casa el tiempo que quieras, pero has de saber que
corren tiempos difíciles. La alianza secreta entre Julio César, Craso y Pompeyo
era intuida, pero ahora ha sido revelada, y creo que la enemistad entre ellos
acabará por desmoronar el sueño de Roma. Entre los tres acaparan todo el poder,
y el que finalmente prevalezca logrará ostentarlo en solitario. Ahora Pompeyo
no se fía de Craso, pero tampoco de Julio. Y ocurre lo mismo, pero al revés,
con cada uno. Se sabe de una reunión, aunque supuestamente secreta, que ha
convocado Julio César a celebrar en Lucca, y a la que, aún sin ser invitados, acudirá
el Senado. Quizás sea la última ocasión que va a tener la República de frenar
la crecida de poder en manos militares. Pero… no sigamos aquí, pasemos dentro.
–dijo Sila, que cogió del brazo al muchacho, y lo entró en la villa.
Antes de pasar al edificio, pasearon por el jardín,
dónde continuaron charlando amigablemente.
Era un jardín extraordinario, con flores que habían
estallado ya, mostrando sus coloridos pétalos. Además de todo tipo de plantas,
había un gran estanque lleno de peces y escandalosas ranas. Por las calles del
jardín se veían pavos reales, con sus
recién renovadas colas
levantadas, alardeando, y graznando.
Fausto Sila siguió con su discurso.
-Soy
funcionario del imperio, y mi vida política me causa más preocupación que
satisfacción. Casi no puedo ni siquiera salir sólo a pasear por mi propio
jardín. Después de mi vuelta desde Jerusalem, junto a Pompeyo, he visto como
mis enemigos están en cada esquina esperando mi paso para provocarme un
tropiezo. Los optimates quieren hallar en mí su ansiado gran triunfo sobre los
populares. Me han colgado toda su confianza, pero eso me acarrea muchos más
enemigos. ¡Ojalá hubiera heredado la solidez y determinación de mi padre! –se
detuvo un momento dubitativo-. Por cierto…tu padre, muchacho, conozco que está
del lado de los populares, y tú ¿qué opinas de todo esto?
-Yo soy
demasiado joven. Y mi padre jamás olvidará cuando os conocisteis. –respondió
Vibio intentando huir de un respuesta directa.
-Sí…,
-echó unas risas cortas-, ¡y que me salvó la vida!
-Sí,
exacto. Eso me contó. Tal y como están los ánimos políticos, confío que la
diferencia de ideas no influya en ti. Espero no tener dificultades.
-Por
supuesto que no. Tengo una gran deuda con tu familia. –Fausto se mostró muy
conciliador, y con esas palabras Vibio se sinceró con él-.
-Desde
nuestra casa, la visión que tenemos del conflicto es muy clara: consideramos la
postura de los optimates como el principal problema. No buscamos vuestro
exterminio, como sí buscáis vosotros la desaparición de los populares.
Pretendéis el control absoluto político, económico y militar, para vosotros, en
manos de unos pocos romanos. Pretendéis que el título de ciudadano romano no
salga de Italia, y sin embargo pretendéis que os paguemos por ser romanos desde
todo el imperio. Mi padre apoyó económicamente a Sertorio no con la intención
de independizar Hispania o la Galia, de Roma, sino de rivalizar con ella si
ella no nos asumía como parte igual. Nosotros nos consideramos romanos, pero
como vosotros. Tenemos vuestra ley, vuestra cultura, vuestro arte, vuestra
lengua, os pagamos tributos, luchamos para el imperio, pero no deseáis que
seamos ciudadanos romanos. Además, pretendéis ostentar el poder económico, y
declaráis enemigos a la casta de los équites, quien viendo vuestras intenciones
está alineada con Julio César. Intuyo que, para cualquier provincia del
imperio, le es indiferente su clase política, siempre y cuando se aplique
justicia romana para todos. En las circunstancias actuales preferimos, sin
duda, la disolución de ésta República podrida e injusta. –dijo Baro, notándose
bien aliviado.
-¡Por los
dioses que serás un excelente político, muchacho! Tu oratoria es buena, muy
buena. Ahora no deseo discutirte, eres mi invitado y procuraré que no te falte
nada durante tu estancia en Roma. No dejes que la rivalidad de ideas suponga un
abismo. Mi casa estará siempre abierta para vosotros. –dijo Fausto zanjando la
conversación y levantándose del banco en el que se habían sentado. Seguidamente
entraron en el edificio, donde Vibio quedaría asombrado.
A pesar de la belleza y grandiosidad de la parte
exterior de la villa, nada hacía imaginar a Vibio lo que había en su interior.
Fausto vivía en auténticos palacios. Tenía dos villas suburbanae[1], pero
la mayor parte del año lo pasaba en esta villa, que aunque rural, no estaba
demasiado alejada del casco urbano.
Disponía de termas, y el sistema de calefacción
alcanzaba, incluso, las estancias de sus sirvientes y esclavos, que en total
eran más de treinta. Su atrio tenía un precioso peristilo de columnas dóricas,
rodeando un espacio ajardinado y con tres enormes fuentes.
En el interior del edificio, todas las estancias
tenían el suelo decorado con grandes mosaicos de vivos colores, con motivos
religiosos y bélicos.
Sus tres alturas hacían de él el edificio más alto de
toda la zona, y desde su máxima altura se contemplaba una panorámica completa
de Roma.
Tal era la belleza de la villa que los senadores
optimates la preferían, sobre cualquier otra, para celebrar sus reuniones. Y
allí, se tomarían muchas decisiones importantes.
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