Ya en la arboleda, tomaron un sendero, y
pronto llegaron a la casa a la que se dirigían. Se apearon y ataron las riendas
de sus caballos a una gran argolla que había junto a la entrada, luego
golpearon la puerta y esperaron hasta que les abrieran.
-¡Abrid la
puerta, somos los pretorianos de Tito Flavio! –gritó uno de ellos.
-¡No
grites tanto, Vibio! ¡Nadie debe saber a lo que hemos venido! –le contestó el
otro, muy preocupado por no ser descubiertos.
No tardó en aparecer la muchacha, quien les hizo
pasar al atrio, nerviosa y aliviada por su presencia.
La muchacha, que ya llevaba mucho rato
esperándolos, les indicó la escalera que, desde el atrio, subía hasta los
aposentos donde el herido agonizaba.
Subieron y entraron en la habitación.
Seguidamente se acercaron hasta unos dos metros del camastro. Sus rostros, al
ver al herido, reflejaban pena y dolor
-¡Tito!
¡Sí, es Tito! -gritó uno de ellos.
-¡Por
todos los dioses, Tito Flavio! ¡Que sangría! –exclamó también el otro.
Intentaron en vano despertarlo, con el
desagrado de la muchacha, pues sabía que no le convenía despertarse en su
estado.
La chica les rogó que aguardasen a que viniese
en sí por su natural, y les ofreció comida y bebida. Ellos aceptaron y todos
bajaron al piso inferior de la casa.
Los dos équites se acercaron a una mesa, que tenía un candil que
iluminaba más bien poco, y se sentaron en unos taburetes. Los dos, aunque eran
fornidos, mostraban el agotamiento de mucho tiempo sin descansar.
La muchacha les llevó una jarra de vino mostrando un semblante muy
serio, por causa de su preocupación.
-No sé si
sobrevivirá, está muy débil. Es milagroso que haya conseguido llegar hasta aquí
con esas heridas.
-No puede
morirse, ¡por los dioses que hay que hacer lo imposible! –le respondió uno de
los jinetes.
-Es muy
importante que nadie sepa lo sucedido. Después del asesinato de Julio César
cualquier rumor sobre el estado de Tito sería desastroso para nuestros
intereses. Sin duda, alentaría a nuestros enemigos. ¿Queda claro?, -le dijo el
otro jinete a la chica.
-¡Entiendo!
–dijo ella, angustiada-. ¡Nadie sabe nada, ni de aquí saldrá noticia alguna!
Pero…No debe moverse de aquí hasta que se recupere.
-Bien, aquí se quedará. ¡Y con él, uno de
nosotros! -le contestó uno de ellos.
-¿Y mi
padre? –Preguntó la muchacha- ¿Cuándo regresará?
-Quinto
nos avisó de lo sucedido y partió –se levantó y se acercó a la chimenea para
calentar sus manos-. No lo esperes pronto.
Después de haber comido y bebido, subieron a la habitación del
moribundo, rebuscaron entre sus pertenencias, y hallaron algo que
premeditadamente buscaban. Era una caja de madera que contenía unos pergaminos
con documentación y varios bocetos dibujados.
Seguidamente, uno quedó haciendo guardia en la habitación, y el otro
se hizo cargo de los documentos y se despidió.
-No puedo
aguardar a que despierte. Es preciso salir urgentemente. ¡Sexto, cuando venga
en sí debes intentar averiguar que habló con
Octaviano[2], y que le ha ocurrido!
-A juzgar
por lo que lleva escrito en su cuerpo, no hay duda de ello, ha debido
encontrarse con hombres de Lépido, o Marco Antonio ¿no crees Vibio? –le
contestó su compañero.
-No
saquemos conclusiones aún –paseó por la habitación en círculos, muy reflexivo-.
Estas heridas no son de hace semanas, son muy recientes. Han podido ser
emboscados por bandidos. Aunque… desviarse a su paso por Tarraco[3], o de
Saguntum para aparecer en Lauro, parece por algo más grave que un tropiezo con
simples bandidos. Por eso, es imprescindible hablar con él y averiguar que
ocurrió, y que planes tiene Octaviano desde Roma. Sea cual sea el desenlace,
aguarda aquí. Te enviaré a tus hombres a recogeros y nos veremos en Saguntum.
Dicho esto, la chica lo acompañó hasta la calle, y él, antes de subir
a su montura, le pidió que pusiera a cubierto y oculto el caballo de su compañero.
La muchacha le enseñó los restos del pretoriano incinerado, y le
entregó lo que todavía estaba servible: casco, escudo, gladio y pugio[4].
Seguidamente, se marchó.
La muchacha subió, luego, otra vez a la habitación y se dio cuenta que
el militar bostezaba repetidamente. Le ofreció una guardia de tres horas para
que descansase e irse relevando mutuamente. Él aceptó de buen grado. La chica
le dispuso una habitación improvisada en el desván, arriba de la trampilla con
la escala de cuerda.
El militar se llamaba Sexto Petrus, nacido en la mismísima Edeta[5] en el
día de su destrucción por las tropas de Sertorio, en batalla contra Cneo
Pompeyo el Grande. Era paisano de la muchacha, quien a pesar de ser
descendiente de los Flavio, originarios
de Veius[6], tenían
muchas posesiones cerca de Valentia Edetanorum, después de que los veteranos de
Décimo Junio Bruto Galaico se asentaran allí, hacía casi cien años, ya .
Sexto tenía treinta años, y provenía de familia acomodada, pero no
rica. Su familia, tras la destrucción de Edeta dejó éstas tierras para
instalarse más al norte, cerca de Saguntum. Fue reclutado en la subprovincia de
la Edetania, de la región Tarraconense, en la provincia de la Hispania
Citerior, para servir en la IX Legión del nuevo Legado[7] Tito
Flavio, y había sido trasladado desde su Hispania natal al corazón del Imperio
en una odisea interminable de idas y venidas de su cohorte[8]
paseándose por las campañas militares de
César.
Era un jinete magnífico pues desde niño había cabalgado a lomos de los
mejores caballos del mundo, allí en su tierra. Tenía la tez morena, tupida con
barba de varios días, y a pesar de mostrar cansancio, su porte era magnífico.
Su expresión seria no reflejaba, para nada, sus verdaderas emociones que,
aunque a veces le costaban asomar, eran nobles y sinceras.
Invitado por la chica, Sexto se echó a descansar, pero su propio
cansancio no le permitió dormir. Daba vueltas sobre su lecho sin encontrar
acomodo. El estado en el que había encontrado a Tito le producía angustia y
ansiedad. Cuando consiguió tranquilizarse, recordó unos hechos muy lejanos en
lugar y en tiempo. Unos hechos que le habían hecho estremecer siempre que los
recordaba.
[1] Nombre romano de Sagunto.
[2] Cayo Octavio Turino. Hasta el 44 a.C. “Octavio”, entre
el 44 a.C. y el 27 a.C. Julio César “Octaviano” y a partir de entonces “César Augusto”, primer
emperador romano.
[3] Nombre romano de Tarragona.
[4] Puñal o daga.
[5] Nombre íbero de Líria.
[6] Veyes, en Italia.
[7] General romano de rango senatorial, con mando sobre
legiones.
[8] Unidad militar equivalente a la décima parte de una
legión, compuesta por tres manípulos (de
160 legionarios), cada uno compuesto por dos centurias (de 80 legionarios)
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